Tengo la suerte de vivir casi al lado de la Iglesia de San Miguel en Zaragoza, y hasta que mi madre no me lo explicó, cada noche me preguntaba porque sonaba 33 veces la campana de la torre cada hora entre las 10 y las 12.
Os cuento...
Hace muchos, muchos años, como unos 500, la gente de la ciudad trabajaba a orillas del río Huerva. Orillas que cubría una vegetación fuerte y espesa y tan alta que fácilmente superaba la altura de un hombre.
A veces, volver a casa tras toda la jornada cultivando la tierra se tornaba algo complicado pero cuando llegaba el frío y las nieblas cubrían la ribera, podía llegar a ser una misión realmente difícil.
Hacia 1529 los zaragozanos vivieron un invierno especialmente duro, y con las heladas, las brumas y la desorientación que la espesura provocaba, murieron varios agricultores y aquellos que salieron a buscarlos.
Para evitar que tal tragedia se volviera a repetir, el clero de San Miguel decidió instalar en lo alto de la torre un gran quinqué que ayudado por espejos sirviera de faro-lazarillo para que los desorientados labradores encontraran el camino, pero en una terrible tormenta de lluvia y viento, el Cierzo arrancó la lámpara y los cristales que la convertían en referencia para la vuelta a casa.
Finalmente la ciudad determinó la solución que todavía hoy nos ayuda a encontrar el camino.
Una de las campanas de la torre repicaría desde el crepúsculo hasta el amancer como manera más segura de reorientar a los extraviados, guía que desde entonces (y salvo un paréntesis de unos años de silencio tras la limpia de los márgenes del río y hasta mitad del siglo XX) conduce a la ciudad cada noche a los perdidos zaragozanos.
Si tenéis la oportunidad, aguzad el oído. Estaréis escuchando historia.